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Clásica y ópera -

Otello


El mundo había pensado que Aida era el punto culminante pero también el punto final de la trayectoria creadora de Giuseppe Verdi. Pero Otello demostró que ambas cosas no eran ciertas. La Scala de Milán estrenó la obra el 5 de febrero de 1887. La velada se convirtió en un clamoroso homenaje al maestro de 74 años.
Giuseppe Verdi


Ópera en cuatro actos.
Texto de Arrigo Boito, basado en el drama homónimo de Shakespeare.

Personajes: Otelo, comandante de la flota veneciana y gobernador de Chipre (tenor); Desdémona, su esposa (soprano); Yago, alférez (barítono); Casio, capitán (tenor); Rodrigo, noble veneciano (tenor); Lodovico, embajador de la República de Venecia (bajo); Montano, ex gobernador de Chipre (bajo); Emilia, esposa de Yago (mezzosoprano); un mensajero, soldados, marineros, damas, caballeros, pueblo.

Lugar y época: Una ciudad portuaria de la isla de Chipre, a fines del siglo XV.

Argumento: Una grandiosa escena con una tormenta en el mar, que acorrala al aterrorizado pueblo en el puerto, introduce el primer acto. En la plaza situada frente al castillo, la multitud contempla, entre rachas huracanadas, rayos y truenos, la llegada de la flota mandada por Otelo, el valiente vencedor de los turcos y justo gobernador de la isla. La tormenta amaina lentamente, y el pueblo se retira en medio de oraciones de agradecimiento a Dios. Sólo algunos oficiales quedan en la orilla, entre ellos Yago, el envidioso malvado. (Su imagen concebida de manera genial por Shakespeare se ha convertido casi en modelo de la maldad humana.) Yago invita a su colega Casio a brindar por la victoria y el ascenso y hace que su ingenuo camarada se emborrache; por último, Casio soporta los reproches del viejo Montano, que le recuerda sus deberes. Yago sabe atizar de tal manera el conflicto, que ambos se enfrentan con las armas. Montano cae herido, mientras Yago, dando la alarma, corre hacia el castillo. Aparece Otelo con sus oficiales, hace desarmar a Casio de inmediato y lo degrada: exactamente lo que quería Yago. Preocupado por lo sucedido, Otelo permanece en la terraza y mira hacia el mar, que en ese momento comienza a calmarse bajo la clara noche estrellada. Desdémona se reúne con él. Abrazados, Otelo, el moro de Venecia, de piel oscura, y su rubia esposa, cantan uno de los dúos de amor más hermosos de la literatura operística. Culmina en una melodía que Félix Weingartner, respondiendo a la encuesta de un diario de Viena, señaló como la melodía de amor más bella que se había escrito. De esa manera termina, con la mayor ternura, el cuadro que había comenzado con la tormenta más violenta: una admirable hazaña de composición musical.

El acto segundo se desarrolla en palacio. Yago se muestra preocupado por el destino de Casio y le aconseja, para obtener ayuda, dirigirse a Desdémona, que a esa hora suele pasear por el jardín. Su satánico plan comienza a hacerse realidad en ese momento: al final está la destrucción de la víctima totalmente inocente. Yago descubre su verdadera naturaleza cuando, al quedar solo en escena, entona su famoso «credo», la confesión de fe del mal, el himno al odio, la negación de toda humanidad.
Cuando aparece Otelo, Yago sabe plantar en su alma, con vagas alusiones, la semilla de los celos hacia Casio. Y cuando poco después Desdémona pide a su esposo que perdone al oficial, que se ha dirigido a ella, toma cuerpo la sospecha totalmente carente de fundamento. Otelo rechaza bruscamente la inofensiva petición; de repente, está taciturno. Desdémona, tiernamente preocupada, cree que su marido está enfermo, quiere ponerle un pañuelo en la frente, pero el moro, furioso, lo arroja al suelo. Yago se lo quita de las manos a Emilia, su esposa, que ha llegado corriendo, porque el pañuelo desempeñará un papel decisivo para sus diabólicos planes. Otelo se cree traicionado, su mundo se desmorona, pues cree que Desdémona, a la que ama más que a nada en el mundo, le es infiel. En un ataque de desesperación se despide de todo lo que hasta entonces llenaba su vida, el glorioso pasado se convierte en algo insignificante ante el horrible descubrimiento.
Yago, de manera satánica, atiza cada vez más los infundados celos de su odiado superior. Cuenta que una noche oyó a Casio en el cuartel llamar a Desdémona en sueños y quejarse por «haberla perdido en manos del negro». Verdi acompaña orquestalmente esta escena vil con una melodía cromática que se arrastra, de manera que el oyente cree literalmente ver a la serpiente venenosa enroscarse en su víctima antes de darle la mordedura mortal.
Otelo, cerca ya de la locura, cae de rodillas. Desea la muerte, jura vengarse sangrientamente, y Yago se arrodilla a su lado, fingiendo amistad y ayuda; la escena («dúo de la venganza») es de una horrible grandiosidad: el héroe enceguecido, envuelto en una intriga infame, lleva la melodía, mientras Yago se aferra firmemente a dicha melodía en un pérfido acompañamiento.

En el acto tercero ha sido preparado el salón del palacio para la recepción del embajador de Venecia. Un breve dúo entre Otelo y su esposa parece anunciar el retorno de la felicidad pretérita. Sin embargo, Desdémona, inocentemente, lleva la conversación otra vez al tema de Casio. Otelo se transforma inmediatamente, en un acceso de furor ataca e insulta a su mujer, que llora y no se explica aquella actitud. Entonces llega el momento de Yago. Aconseja a Otelo ocultarse, mientras enreda en una conversación a Casio, que acaba de llegar; Yago conduce de tal manera la conversación, que el moro sólo puede entender fragmentos en los que no se nombra a ninguna persona. Y Casio, al que Yago tira de la lengua, cuenta una aventura inofensiva con una muchacha, y Otelo cree que es una escena de amor entre Casio y Desdémona. Por último, Casio enseña a Yago un pañuelo que recibió de una mano desconocida. Yago lo agita como una bandera de triunfo. Puede imaginarse la tortura de Otelo al verlo, pues antes le había susurrado Yago que había visto en las manos de Casio un pañuelo de Desdémona. Antes de que se produzca la catástrofe, se anuncia la llegada del embajador. Pero durante la ceremonia, los pensamientos de Otelo nadan en la locura, es visible el sufrimiento de su alma.
Cuando de repente salta y arroja a Desdémona al suelo en un terrible acceso de furor, la reunión se disuelve. El viejo embajador Lodovico, amigo y admirador de Otelo, sale desconcertado del salón, mientras Ótelo, desvanecido, yace en el suelo. Una vez que se han retirado todos, aparece Yago y burlonamente pone un pie sobre el pecho del hombre desmayado, al que una muchedumbre jubilosa aclama fuera como «el león de Venecia».

El acto cuarto es uno de los más perfectos de la historia de la ópera. En él se unen el genio de Shakespeare y el de Verdi en un cuadro de inaudito dramatismo; y pocas veces fueron la música y el canto tan naturales, tan diáfanos e incluso tan necesarios como en esta obra, en la que las líricas interpolaciones musicales profundizan de manera inimaginable el drama. Que este lirismo, lleno de un infinito presentimiento de muerte, ha de desembocar en catástrofe, se comprende desde la primera nota de este acto.
Desesperada por la actitud incomprensible de su esposo, Desdémona se ha retirado a su aposento. Emilia la rodea de atenciones, la prepara para la noche. Desdémona recuerda una canción: una criada la cantaba con frecuencia en casa de sus padres, en Venecia. Es una triste melodía de amor, una melodía llena de nostalgia y soledad. Desde el punto de vista musical es muy particular: ¿procede de Oriente? El intervalo de segunda aumentada indicaría que sí; Venecia, antaño señora de los mares, ha tomado muchos elementos orientales en su folclore. Desdémona canta la «canción del sauce», cuyo estribillo «Salce, salce, salce» se repite constantemente, la canta para sí, acompañada sólo por unos cuantos instrumentos solistas, con una profunda tristeza en la voz. Entonces se va Emilia, pero antes de que alcance la puerta, Desdémona se abraza a ella con un grito, como si fuera a despedirse para siempre. La noche la envuelve; Desdémona está arrodillada frente a la imagen de la Virgen, a la luz vacilante de una vela: «Ave Maña...». Reza con fervor, seguramente no tanto por sí misma como por el hombre que ama, que intuye está enredado en una cruel intriga. Con gran dolor en el corazón, se dispone a descansar.

En la orquesta se produce una inquieta oscilación: los contrabajos acometen escalas excitadas, lúgubres, fantasmales. Otelo entra sigilosamente por la puerta secreta. Durante un rato se detiene frente a la imagen angelical de su esposa, que duerme. La orquesta recuerda con dolor la melodía de amor del primer acto. Desdémona despierta y oye la única pregunta de Otelo: «¿Has rezado la oración de la noche?». Ella contesta que sí, pero no entiende el sentido de la pregunta: «Pues no quiero matarte en pecado». Desdémona suplica inútilmente, jura, hace protestas de inocencia. Otelo, poseído por un demonio, estrangula a la mujer a la que ama infinitamente. Unos golpes violentos en la puerta hacen volver en sí al hombre enfurecido. Es Emilia, que ha descubierto el juego siniestro de Yago. El criminal escapa en medio de la confusión general. Desdémona tiene tiempo de decir unas palabras; se responsabiliza del crimen, declara que se ha quitado la vida ella misma. Lodovico se presenta ante el moro, le exige que le entregue su espada. Pero Otelo está horrorizado por su acción y se la clava en el pecho. Entre los compases de la melodía de amor cae muerto sobre el cadáver de Desdémona.



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